Historia General del Pueblo Dominicano Tomo I

La conquista y la implantación de los españoles 244 Colón volvió a Castilla pletórico de gozo y fantasías. Si no había visto al Gran Can ni a ninguno de sus emisarios, ni había encontrado oro ni especias, había andado muy cerca de lograrlo, pues la Española, en la que apenas había estado un mes, era ni más ni menos que la isla de Cipango, 2 esa isla en el mar del Catay en la que, según Marco Polo, los tejados de las casas eran de oro. Así lo había decidido el Almirante el 24 de diciembre anterior cuando, al pregun- tar a unos indígenas dónde se cogía el oro, le «dijeron que en Cipango», un to- pónimo que de inmediato identificó el genovés: «al cual ellos llaman Cibao»; y para mayor información, los naturales le aseguraron que en aquellas tierras había tal cantidad de oro que «el cacique trae las banderas de oro de martillo». Una feliz concatenación de pruebas que pudo ratificar al día siguiente con ocasión de un almuerzo con Guacanagarix a bordo de la Santa María. Enturbiaba esas interpretaciones tan convenientes un único problema, mencionado con frecuencia en el Diario de Colón: el de la comunicación lin- güística, pues en las islas se hablaban muy diversos idiomas y era impres- cindible contar con intérpretes adecuados. Pese a que en la tripulación había gente versada en lenguas, como Luis de Torres, un judío recién convertido al cristianismo que conocía no solo el hebreo y el caldeo, sino que también chapurreaba el árabe, y un marinero de Ayamonte, Rodrigo de Jerez, que había «andado en la Guinea», el Almirante no consiguió entenderse con los indígenas y tuvo que recurrir al lenguaje más universal, el de los gestos: «las manos les servían aquí de lengua». 3 Para obviar ese grave inconveniente don Cristóbal embarcó a su regreso a diez indígenas. De estos, uno falleció en la travesía «enfermo de morbo», otros tres quedaron dolientes en Sevilla, mu- riendo días después, y los seis restantes lo acompañaron a Barcelona para ser mostrados a los monarcas. Aunque esta primera expedición tuvo mucho éxito mediático, ya que en cada ciudad por la que pasaba el cortejo se apiñaba la gente para verlos desfilar, 4 los infelices no sirvieron para más fin que el de ser mostrados en público como una curiosidad y solo uno de ellos ha pasa- do a la historia: un muchacho de la isla de Guanahaní a quien se bautizó en Barcelona con el nombre de Diego Colón (nombre del menor de los hermanos del Almirante y de su hijo primogénito, quizá su padrino) y que fue sin lugar a dudas el primer intérprete de los españoles en el Nuevo Mundo. 5 La llegada triunfal de Colón a Barcelona encandiló a los Reyes. El na- vegante había encontrado una tierra magnífica, en la que vivían unos hom- bres dotados de eterna juventud –y, como Adán en el Paraíso, desnudos «como su madre los parió»–, que los habían recibido con afecto ofreciendo a los españoles todo cuanto tenían, creyendo que venían del cielo; para mayor felicidad, el hecho de que no profesaban religión alguna permitiría

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