Historia General del Pueblo Dominicano Tomo I
La conquista y la implantación de los españoles 252 la Isabela a 25° N. Y, ampliando las noticias dadas con anterioridad, la situó a 29 leguas al oeste del puerto de Santa Cruz, «el puerto de Santa Cruz, qu’es allí veinte y nueve leguas que es más austro». Junto al maravilloso puerto y playa, tan solo a cincuenta pasos de la ciudad y hacia el interior existían «dos montañas de cal y de piedra, situadas una al lado de la otra», con una dirección de noroeste a sudeste, que servirían para construir de cantería la ciudad y, tras ellas, un río que configuraría la segunda vega que habría de abastecer a la urbe. Las descripciones del entorno que nos han dejado las demás fuentes, aunque más escuetas, apoyan y complementan las noticias que sobre ella dio el Almirante. 40 Su localización y la calidad del puerto merecieron los elogios tanto de Las Casas como de Guillermo Coma, 41 Michele de Cúneo 42 y Pedro Mártir de Anglería. 43 En cuatro ocasiones Las Casas la denominó «puerto y ciudad de la Isabela». Pedro Mártir señaló como principal característica de la ciudad el estar situada junto a un puerto que tanto Coma como Cúneo consideraron «excelente». Las Casas alabó la calidad de la cantera y, cuando fue prior del monasterio dominico de Puerto de Plata, mandó colocar, como primera piedra del nuevo edificio, una gran mole extraída de aquella monta- ña en recuerdo de la primera ciudad fundada en el Nuevo Mundo. 44 El doctor Chanca se hizo eco de las grandes arboledas que la cercaban: es tan «espesa que apenas podrá un conejo andar por ella; es tan verde que en ningún tiem- po del mundo fuego la podrá quemar». 45 No fue un profeta. Cada cronista coloreó de tintes muy diferentes su narración. Así, mien- tras que para Cuneo las doscientas primeras casas que se construyeron en aquel «casale» (aldehuela) eran pequeñas y cubiertas de hierba, el catalán Coma convirtió a la Isabela en la capital de la provincia, y aseguró que ya se había construido una ciudad inmensa con una calle ancha, trazada a cordel y cortada transversalmente por otras muchas costaneras; una espléndida fortaleza protegía la playa; la morada del Almirante, a la que llamó «palacio real», era digna de albergar a los Reyes de España el día que decidieran hacer su entrada triunfal en la nueva metrópoli; y, por supuesto, la iglesia ya estaba «repleta de ofrendas que la reina Isabel envió desde España para el culto divino». Sin lugar a dudas, todos ellos exageraron la realidad. Por mucha prisa que los colonos se dieran en construir la ciudad, cuando los cronistas redac- taron sus cartas la población apenas contaba con unos cuantos días, cuando más, unos meses de existencia. Los relatos que ofrecieron, para ser contados en Europa, nos resultan anecdóticos: lo exótico, lo nuevo cobraba un valor desmesurado. En realidad, solo se habían levantado unas pobres chozas
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