Historia General del Pueblo Dominicano Tomo I

La conquista y la implantación de los españoles 270 Viendo el emplazamiento de estos fuertes, que corren de norte a sur de la isla –desde la Isabela a la desembocadura del río Ozama, donde se cons- truiría años más tarde la nueva ciudad de Santo Domingo–, se comprende con claridad el plan que perseguía el Almirante, un plan que, pese a todo cuanto se ha dicho hasta ahora, en nada se parece al modelo portugués de plantar fortines solo en las costas. En efecto, desde abril o mayo de 1494 hasta principios de 1496, Colón fue introduciéndose en el interior con el objetivo muy claro de ir controlando el territorio. En cada fuerte, cercano siempre a un río, se levantaron las dependencias suficientes para poder mantener un retén fijo de hombres. La llegada de las sucesivas flotas y la construcción de tantas fortalezas, situadas estratégicamente, hicieron que el desánimo cundiera entre la pobla- ción indígena y muy pronto los taínos, como señalaba Colón en la carta a los Reyes de 1495, viendo que los españoles hacían más fortalezas que barcos, se dieron cuenta de que desgraciadamente para ellos, pensaban quedarse para siempre. En un último y desesperado afán de expulsar a los invasores, los na- turales dejaron de sembrar, pensando que el hambre los obligaría a abandonar su tierra. Lo único que consiguieron los desdichados fue que una hambruna terrible asolase la isla, de resultas de la cual murieron infinitos indios: 166 una tragedia incalculable. Imposición de tributo En marzo de 1495 Colón, a cambio de librar de la presencia de los españo- les a los 50,000 «naborías» de la Vega Real y del Cibao –«ninguna cosa hay de que tanto se agravien y hayan empacho como de nosotros ir a sus casas»–, los obligó a entregarle cada tres lunas llenas un cascabel lleno de oro por cabeza, 167 pensando recaudar un millón de ducados al año; en recompensa, prometió dar un bacín de latón al cacique y un hoja de latón a los demás: aparentemente un regalo, en realidad una señal de pago para ser llevada al cuello. El 15 de octubre de 1495, medio pacificada la parte central de la isla, el Almirante, decepcionado, rindió cuentas de su política fiscal, excusando lo escaso de la recaudación ob- tenida por haber tenido que asistir a la guerra contra el hermano de Caonabo y después al despacho de las naves a España. De inmediato se había demostrado la inviabilidad del tributo exigido por la extrema debilidad física de los indios a causa de la inanición: «aunque algunos lo puedan coger en tres días, el hambre es tanta que ninguno lo pueda proseguir». 168 Por más que se había ampliado el plazo a cuatro lunas 169 y reducido la cantidad del impuesto a la mitad del cascabel fijado, los indios fueron incapaces de cumplir con una obligación que

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